lunes, 28 de octubre de 2013

Crónica del primer mes de estancia en Padua

Cuando salía de mi casa hacia el aeropuerto de Málaga, acompañado de mis padres, mi corazón parecía estar encogido, expectante, ante lo que me esperaba, que yo no podía prever en modo alguno. Porque los hombres, ya se sabe, se sienten amenazados e intranquilos ante lo desconocido. El futuro, según los indicios, parecía halagüeño: en Padua me esperaban unos amigos (Margheritta y Giuseppe) que pueden presumir de una amabilidad y una generosidad infinitas; finalmente, un compañero de clase, Alejandro, venía y viviría conmigo; a la ciudad iban llegando una cantidad de erasmus por encima de lo normal en otras ciudades europeas. Y, sin embargo, era la primera vez que salía de mi hogar, de mi ámbito, para tanto tiempo, con tan sólo una maleta y, debo confesarlo, un mínimo deseo oculto de permanecer en casa, en la comodidad, en la seguridad. Somos débiles cuando se trata de arriesgar, de lanzarse al vacío. Pero sólo así es posible conocer al mundo y al género humano.

La noche la tuvimos que pasar en el aeropuerto de Bolonia, y allí permanecimos con otras dos alegres cordobesas a las que luego se unieron un grupito de gaditanos que se dirigían hacia Siena. Y así fue imposible dormir, porque en ningún momento se paró de hablar, de mil cosas diversas, hasta que amaneció y todos (algunos ya afónicos, como un servidor) partieron hacia sus respectivos destinos. Me quedó clara una cosa: mis sensaciones de incertidumbre eran las mismas en los estudiantes que fui conociendo durante aquella noche, pero a todos nos invadía una enorme ilusión, ese afán de comerse el mundo que se tiene en la veintena, y que se apaga en los otoños de la madurez.

El viaje, agotador, terminó por fin en la estación ferroviaria de Padua, donde Margheritta del Giudice nos esperaba con su sonrisa y su español perfecto. Mis temores, sin embargo, se confirmaron en cierta medida al llegar al apartamento que teníamos apalabrado. El propietario, Giorgio Polin, era un hombre brusco, serio, sin apenas educación, chapucero y demasiado tacaño para lo que podíamos soportar ese día de tanto cansancio. Su lamentable bienvenida fue sólo el preámbulo de nuestro disgusto al observar el piso, que no se había preocupado de limpiar ni de adecentar. Pensamos que todo se podría solventar con algunos arreglos y con mucha limpieza. Por lo demás, se trataba de una casa vieja, sin salón, pequeña y oscura, aunque las habitaciones eran enormes y el condominio presentaba una buena apariencia. Nadie se sorprenda del por qué de mi elección ante semejante panorama: yo tan solo me había guiado por la ubicación, que era excelente, como así pudimos comprobar en los días sucesivos, y esto acaso pueda compensar el nivel medio del apartamento. Nos situamos junto al río, dentro de la antigua muralla medieval, en una Via Savonarola que está recorrida de este a oeste por soportales, fachadas pintadas de colores ocres y rojizos (al más puro y encantador estilo italiano) y algunas casas nobles y antiguas.

Pronto me lancé, más que a conocer la ciudad, a tomar contacto con la gente. Así, fui conociendo, día tras día, a todos los extranjeros e italianos que se iban cruzando por mi camino, a lo largo de fiestas, reuniones, pasillos, bares y discotecas. A Padua le tomé el pulso enseguida, pues es ciudad que está hecha a mi medida, y en pocas jornadas me sabía la ciudad de cabo a rabo, sin necesidad de mapas ni preguntas a lugareños. La orientación no debe costar demasiado al visitante, que sólo debe ubicar algunos ejes (el río, los puentes, Corso Milano, via Dante, le Piazze del centro, Via Roma, la Basílica, Prato della Valle, Via Altinate, Corso del Popolo...) para moverse con soltura y facilidad. Padua bien podría ser comparada con Córdoba, no sólo por su tamaño y su inabarcable patrimonio histórico-artístico, sino también por su vida cotidiana, que no se concibe sin su centro neurálgico, el cual ya en siglos medievales se convertiría en núcleo económico y civil.
Toda la actividad social, los mercados, los bancos, los centros culturales, las sedes universitarias, se hallan en el más estricto centro de la ciudad. Padua es una ciudad definitivamente cómoda por eso mismo: por su configuración que permite tenerlo todo cerca, sin necesidades de autobuses ni taxis ni coches. Aun así, una de sus bellezas (secretas y visibles a un tiempo) tal vez pueda residir en la sana costumbre de la bicicleta, de la que nadie se plantea carecer para el paseo de los domingos, para ir al trabajo, a la universidad, a las compras, etc. Habiendo ya conocido Vicenza y Verona, ciudades vénetas por excelencia, me ha sorprendido descubrir el mínimo porcentaje de uso de la bicicleta que se practica en dichos lugares, siempre tomando como referencia a Padua, verdadero reguero del tráfico de bicis por cualquiera de sus vías.

En la Facultad de Letras y Filosofía se respira el mismo ambiente que en cualquiera del mundo donde se impartan sus viejas materias, pero he observado un mayor nivel en el alumnado italiano que en el español. Aquí, el estudiante se afana en participar en clase con total respeto y libertad, cuestionando y aportando, en contraposición al mediocre papel del alumno universitario español, que, si jugamos a la generalización, sólo persigue el aprobado y el mínimo entresijo de circunstancias para evitar la asistencia a clase. Una huelga, un adelanto de las vacaciones, más días para el estudio, un puente convertido en acueducto, una pereza mañanera, una clase aislada entre las largas horas de la jornada...cualquier excusa puede servir para no pisar la Facultad, que debe ser la mayor razón de pertenecer al mundo universitario, por encima de horas de estudio y de exámenes: el centro científico y cultural donde el alumno debe compartir, interactuar y convivir con el docente y con el compañero de banca. Y así sucede en Padua, según percibo, que fundó su universidad en 1223 y que, desde entonces, se ha convertido en la más prestigiosa y ansiada ciudad para los estudios superiores junto con Bolonia. La tradición no es engañosa: las facultades, los rectorados y los decanatos se sitúan en edificios históricos y magnificentes; aún no he escuchado una mediocridad proferida por algún profesor; la organización burocrática es eficaz y los eventos culturales o formativos, constantes. Realmente, la ciudad gira en torno a la Università. A menudo conozco a estudiantes que vienen de lejos con el firme objetivo de terminar aquí su laurea: una chica de Verona, un muchacho de Sicilia, un vecino de Parma, alguna compañera de Venezia. Psicología, cardiología y todas las Humanidades son las joyas de la corona, aunque es abrumador el número de matriculados que puede haber en las ingenierías y la Farmacia.

En cuanto a mi carrera, se halla repartida en tres sedes diferentes, todas ellas palacios renacentistas que hacen de la asistencia diaria un verdadero goce: aprender la historiografía de Paolo Sarpi, los cimientos del Tabularium romano, los viajes de Marco Polo o los postulados de Passolini entre los muros gastados y los patios grises del palazzo Maldura, del Liviano y del Vescovado. Todo ello compensa con creces las eventuales preocupaciones que puedan llegar de lo que supone vivir durante tantos meses tan lejos de casa, ya que la vida universitaria, la intensa e inagotable vida social estudiantil, nos mantiene diariamente ocupados o frecuentando los bares y las fiestas que son el alma de las tardes y las noches de Padua. Entretanto, tantas y tantas personas que conocer y con las que compartir experiencias. Yo no puedo encontrar palabras para expresar la belleza que se halla en un cruce de caminos donde coincidan gentes de tantas partes de España, de Europa, del mundo. Un intercambio constante de ideas, de opiniones, de idiomas, acentos, costumbres, culturas. Tanta gente encantadora, animosa, inquieta, amable, que bien pueda ser mi amigo guipuzcoano Ramón, la mallorquina historiadora del arte, el asturiano cínico y culé, las valencianas incansables, el catalán filósofo, la croata de la sonrisa eterna, el canario bonachón, mi compañero Alejandro, la agradable vitoriana Ioar, los vecinos italianos siempre solícitos y dispuestos al jolgorio, el murciano tranquilo, y por encima de todos, Miguel y Carla, unos gallegos que son dos personas absolutamente maravillosas.

La ciudad no seré yo el que la descubra para revelar al lector sus encantos, pero basten algunas líneas apresuradas para describir ciertos rincones felices de su trazado. La muralla medieval, que a su vez fue la romana de Patavium, articula un casco urbano repleto de callejuelas irregulares y salpicadas de plazuelas o jardines. El perímetro que acoge al laberinto no es casual: el río Piovego condiciona la disposición planimétrica, y los diversos puentes conectan el abigarrado centro neurálgico con las zonas residenciales y los ensanches. La rivera del fiume ofrece continuos cuadros pintorescos en cada recodo, saluda a la magnífica Porta Portello que levantaran en tiempos de Tito Livio, y la luz de los escasos días soleados resalta las explosiones cromáticas del otoño véneto, que hace caer las hojas doradas de los olmos y los robles como si fueran luciérnagas resplandecientes y lejanas.

Las vías populosas y llenas de comercios no serían comprensibles sin el pavimento adoquinado ni sus flancos porticados, que a menudo se sostienen con viejas columnas del Cinquecento. El noble palacio del mercader o la amplia casa trecentesca del burgués sólo son el preludio de la majestuosidad del Palazzo della Guardia, con su escalinata marmórea (que bien pudo ser escenario de la muerte de Mercuccio) y sus orgullosos arcos equilibrados que miran hacia el león veneciano, esbelto en su columna y colocado frente al emblema de la piazza dei Signori, el Orologio mecánico y preciso que marca los segundos y los días y los signos de la ciudad. Más allá, una vuelta al pasado glorioso de la república mercantil cuando levantamos la vista hacia el robusto palazzo della Ragione, verdadero núcleo comercial y económico que una vez fuese sede del poder civil y judicial de Padova, ansiado enclave para la Serenísima que la hizo claudicar. Lo escoltan sendas plazas simétricas, Erbe y Delle Frutte, dominadas por la torre de los Carrarese, bajo la cual el pórtico repleto de delicias, los olores de la porchetta y las voces de los orientales que traen sus mercaderías sólo nos pueden recordar a siglos pretéritos. El anexo edificio del Comune antecede al formidable Palazzo del Bo, que recibe su nombre del dialecto véneto que se refería a los bueyes que introducían en su interior; hoy es centro institucional de la Universidad y presume de su patio central, que es un entramado armonioso de líneas heredadas de Grecia y Roma, y de su Aula Magna, que es un juego de espejos y techos esplendorosos. Un poco más arriba están los paisajes atemporales y las figuras sufrientes de Giotto, que cubren los techos celestiales de la Capella Scrovegni. Y vía San Francesco y vía Zabarella exhiben altivas sus balcones de aristócratas y sus altanas de piedra. Al sur, la Basílica del Santo, con su ladrillo rojo y austero y sus arcos ciegos en la fachada, tan altos que ni siquiera se alcanza a admirar las aún más altas cúpulas y campaniles de su cielo de palomas. Observamos también a un condotiero que cabalga como el emperador Marco Aurelio del Capitolio, pues al pie de la iglesia se alza el mercenario Gattamelata de Donatello. Desde allí, apenas un respiro hasta llegar al Prato della Valle, que nos abre su inmensidad elíptica entre reflejos de agua serena y estatuas de académicos y prohombres. Y al oeste, en el confín del río, el curso interminable bordea la Torlunga de la antigua fortaleza, que luego frecuentaron astrónomos y sabios para observar los cuerpos de Galileo, conformando un rincón bucólico sólo digno de figurar en algún boceto de los románticos.

Esta crónica sólo ha querido contar algunas andanzas y perplejidades. En el horizonte aún quedan vivencias, lugares, personas.

Salve, Padova, que recibes al peregrino de Antonio y al estudiante alegre. Gracias por este primer mes de ensueño.


Octubre de 2013

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