sábado, 6 de noviembre de 2010

"Una vida por otra" (Ride Vaquero, John Farrow, 1953)


El gozo de hallar una joya ignorada.

Filme desconocidísimo entre cinéfilos y amantes del western, “Una vida por otra” (“Ride Vaquero”) constituyó para mí una muy grata sorpresa, de esas sorpresas alegres sólo pertenecientes a momentos en que te sientas a verla porque no tienes nada que hacer y, de repente, terminas pensando que estás pasando las dos mejores horas del día sin esperarlo siquiera. Por lo tanto, me incluyo, evidentemente, entre los desconocedores de esta cinta, hasta que me la recomendaron en un foro.


Se trata de un buen western, consistente y en ningún momento pretencioso, rodado y narrado de forma sencilla y clásica, que contiene en algunos de sus fotogramas ese romanticismo encantador de los míticos bandoleros “outlaw”, cuando vemos el escondrijo de José Esqueda, una suerte de pequeña aldea poblada de indeseables y vándalos siempre borrachos tocando música mexicana, invadidos por ese frenesí hedonista y libertino que sólo visita a los que se saben al margen de las leyes, situación que nos pueda recordar al emplazamiento de los soldados mexicanos durante la Revolución en la inolvidable y fabulosa “Grupo Salvaje” (Sam Peckinpah, 1969).




Ride Vaquero”, es, a primera vista, la historia eterna del emprendedor que se lanzó al Oeste en busca de prosperidad, en busca de una nueva vida; en este caso, tras acabar la Guerra de Secesión, un hombre con (quizá demasiada) fe en sus posibilidades llega a una tierra dominada por una suerte de cacique fuera de la ley (el mencionado Esqueda), un caudillo de una turba de pobres diablos, bandidos y truhanes, a los que, en un remanso humorístico, les increpará el inconmensurable Anthony Quinn cuando asaltan el banco (de una forma inédita y cómica al mismo tiempo) y una señora reclama su dinero para invertirlo en una escuela, a lo que responde Esqueda:
-"Señora, con mis respetos (devolviéndole el dinero); Burton (a su esbirro), aprende educación, qué gran cosa es, ¡si alguien hubiera hecho ésto por vosotros, hoy no seríais lo que sois!".


La lucha por la propiedad rural que, sólo en primera instancia, es el trasfondo temático, la defenderá el rebelde José Esqueda alegando que es la lucha de los fuertes contra los débiles: -“¿Los débiles no poseerán nunca la tierra?”, le pregunta la bellísima Ava Gardner; a lo que responde resolutivamente el bandido: “Sólo diez palmos de ella”.



Pero esa tierra, a la que poco a poco va llegando el orden y la civilización, se tornará hostil, peligrosa e imprevisible para los nuevos ganaderos que en ella se quieran asentar:
-“En esta tierra, señora, lo único cierto respecto al mañana es que ha de llegar”, le dirá el protagonista a la esposa del ganadero.


Resultó especialmente gratificante, un deleite sin lugar a dudas, asistir a la prodigiosa composición de Anthony Quinn (que se alza en el más destacable baluarte del filme), enérgica e intensísima pero sin histrionismos efectistas; el prototipo de legendario bandido que, como lo serían años después el Liberty Valance de Ford (1961) o el Billy the Kid de Peckinpah (1973), se nos antoja trágico y romántico al ver cómo su mundo llega a su fin por la aparición de la ley y la civilización, ante lo cual no se rinde (como, por el contrario, sí hace su amigo/hermano Río, y como harían Tom Doniphon o Pat Garrett) y se agarra como a un clavo ardiendo a esa vorágine de violencia y libertinaje para reafirmar lo que, en poco tiempo, dejará de ser y permanecer, irremisiblemente.




El protagonista, Río (ese Robert Taylor siempre sobrio y correcto), es un hombre sin hogar ni motivaciones, que siente un gran apego por su amigo José, con el que está endeudado por ser su madre quien lo recogió, siendo bebé, al quedarse huérfano; pero mantiene una lucha interior por no compartir el carácter cruel y avasallador (despótico, si se quiere) del que es como un hermano para él. La llegada, más que del nuevo ganadero, de la esposa de éste (de la que se enamora) será para él la razón por la que abandona a José.




Sin ofrecer ni temática ni formalmente nada especialmente nuevo, “Una vida por otra” es una de esas joyas desconocidas (de solidez y calidad en todos sus apartados), donde los personajes, sobre todo Río y José Esqueda, quedan perfectamente retratados en su confrontación y en su choque emocional, amén de las relaciones y las tensiones entre el cuarteto central de personajes que terminan por estar magistralmente representadas.


Río, personaje condenado a la vida errante (“Jamás vuelvo a ninguna parte”), se verá obligado a acabar con el torbellino de salvajismo y atrocidades de su hermano, aun estando latente el amor que se tienen mutuamente, hasta desembocar en un final trágico y memorable, presagiado ya por el mismo protagonista cuando habla con el fraile (personaje enriquecedor del drama):
-“Es extraño, padre, que la cosa más valiosa del mundo sea la menos estimada: la vida”.



miércoles, 14 de julio de 2010

"El hombre que mató a Liberty Valance" (John Ford, 1962)



La mirada romántica y nostálgica.


Toda obra de arte es reflejo del pensamiento, el carácter y los sentimientos de su creador, ya sea intencionadamente o no. John Ford, siempre atento al pasado de su país, pretende mostrarnos un pequeño fragmento de la Historia sin descuidar por ello una personal interpretación o una siempre necesaria atención a los aspectos más humanos del relato que desarrolla.
La sabiduría, claridad y sensibilidad con que el cineasta aborda el espléndido guión no hace sino provocar palabras de admiración y dejar para la posteridad una pieza clave dentro del género, que adquiere tonalidades crepusculares de grandísima relevancia: con el villano Liberty Valance se va una época, un estilo, un modo de vida.



John Ford, para mí uno de los más grandes e importantes artistas del s.XX y, por supuesto, el número uno en esto del cine, hace un alarde de maestría y naturalidad en una película redonda, ensamblada con sutil precisión y rebosante de un nostálgico lirismo para despedir un género que ya no volvería a beber de los mismos temas. Fue esa poesía elegante, cercana y melancólica la que heredaría en cierto modo el bueno de Sam Peckinpah.



El cine de Ford, que abandona aquí el tono épico de sus legendarios westerns pero no el romanticismo, vuelve a emocionar con una belleza y una sencillez comparables a la flor de un cactus. Sólo por lo bien retratados que están los personajes, con su conflicto de intereses; por contemplar algunos de los magníficos planos del ya tradicional director de fotografía que acompañaba a Ford, William H. Clothier; sólo por ver el rostro lleno de amargura y furia de John Wayne o al médico borracho recitando a Shakespeare, es indispensable disfrutar no una, sino varias veces de lo que para mí es un ejemplo de película perfecta.

El tiempo avanza inexorablemente y, con ello, viene el avance y el progreso, a lo que Valance (Lee Marvin) se opone con ferocidad y crueldad, porque ve y comprende que con la llegada del letrado Ramson Stoddard (James Stewart) se implantará un nuevo orden, una nueva sociedad incompatible con su arquetipo, condenado a desaparecer con el advenimiento de la ley y el orden.



Tom Doniphon (John Wayne), en el fondo grande de corazón, pertenece también al viejo mundo de Valance, pero guiado por una profunda nobleza y sensatez, sacrifica (muy a su pesar) los viejos valores, sacrifica su pretérito entorno (el salvaje Oeste), y sacrifica el amor de su vida (al igual que el resentido Ethan de “Centauros del desierto”, vivirá y morirá sin la mujer que ama), sabedor de que oponerse a la inexorabilidad del tiempo (y, por tanto, a la llegada de estadios más avanzados de civilización) resultará perjudicial para la construcción de una nación, aun en los más recónditos e inhóspitos desiertos que la forman. Sólo cediendo a las condiciones de los nuevos tiempos, sólo cediendo a la implantación de la legalidad política (mordazmente retratada por el director), y acabando con el anárquico e indomable Valance, podrán los pequeños propietarios salir adelante, acabará el caciquismo, caerán los pistoleros y criminales, finalizará un período mítico en el que se impuso la ley del más fuerte o, mejor dicho, del más rápido.



También Stoddard tendrá que renunciar a sus ideales al enfrentarse a Valance con las armas que él no sabe ni quiere utilizar.
El paso del tiempo y las convicciones de los personajes les condicionan e impulsan a actuar. Unos para que todo siga igual, otros para sobrevivir en un mundo mejor aun a sabiendas de que no pertenecen a él, y otros, esperanzados en cambiarlo todo.

El personaje de John Wayne en “Centauros del desierto” (Ethan Edwards), es ya crepuscular desde el primer fotograma, pues, por una parte, está lleno de odio, resentimiento y deseos de venganza; y por otra, es un hombre condenado a cabalgar solo y errabundo, sin hogar ni familia; un hombre desorientado y triste: su búsqueda no es sólo la de su sobrina, sino la de sí mismo. Pero el papel de Doniphon es aún más crepuscular si cabe, porque, si a Ethan ya nos lo presenta Ford derrotado y solitario, a Doniphon nos lo da como el héroe clásico en el tercio inicial de la película, el único que le puede hacer frente al malvado Valance; pero vemos en él una evolución (crucial en la historia del western) durante el transcurso de la cinta: tras la llegada del abogado, llegan nuevas formas de hacer justicia y de organización política en la ciudad; por lo tanto el papel de Doniphon en la sociedad se ve arrastrado y modificado, hasta pasar a solucionar el conflicto de forma poco honorable, anticlásica, impensable para un western de los que precedieran a éste que nos ocupa, porque con esta película ha llegado una nueva era, y el perfil de Tom Doniphon no está adecuado a los tiempos que aparecen. Así, Doniphon termina constituyendo el fracaso y el ocaso de un modelo, la perdición de un estereotipo y de una tradición; el adiós, cargado de tristeza, a un Oeste que, agotado, ya no sería el mismo.

"This is the west, sir. When the legend becomes fact, print the legend.", dice un periodista durante la proyección.

El Oeste se construyó a base de muertes, sacrificios, sudores, guerras.
También sobre leyendas, como la del hombre que mató a Liberty Valance.



sábado, 29 de mayo de 2010

Serie de novelas históricas "Aubrey y Maturin".


Una saga única e inolvidable.


Hoy, queriendo ser fiel a mi premisa para con el blog de querer escribir un poco de todo (aunque tarde o temprano me agotaré o simplemente me quedaré sin tener más cosas que contar y entonces sólo me restará hablar de cine) le daré vueltas a las novelas de Patrick O´Brian, concretamente a las de la denominada serie “Aubrey y Maturin: Novelas de la Armada inglesa”, que consta de 20 volúmenes.


He de decir que O´Brian le dedicó su tiempo a otros tipos de literatura, que algunos se pueden pensar que con 20 novelas ya tienes tarea para toda tu perra existencia, pero no, el tío también cultivó la novela histórica con otras épocas y temáticas, y el género de la biografía, sobre personajes, por cierto, tan dispares como sir Joseph Banks o mi medio paisano Pablo Picasso.



Me gustaría estar horas hablando (en este caso escribiendo) sobre este escritor, sobre sus obras, sobre las sensaciones que en mí se producen al leerlo, sobre las reflexiones a las que da pie, sobre las ideas que él introduce por medio de sus personajes, sobre el mundo que nos retrata (¿o son varios mundos en uno?), y sobre mil cosas más, pero claro, lo último que quiero es aburrir a los cuatro gatos que se metan en este antro para leer ésto, así que divagaré sin ton ni son y comentaré, conforme vaya pasando el rato, algunos de los rasgos y aspectos más notables del autor británico. Y que nadie venga ahora corrigiéndome con que era irlandés, pues lo parieron en Inglaterra, otra cosa es que amase Irlanda y en ella muriese. Pero para eso ya saben, wikipedia que te crió y a echarle un vistazo a su biografía.

O´Brian es, a mi juicio, un magnífico, un grandioso escritor. Por ser un narrador de la hostia, por ahondar en los personajes de forma brillantísima, por documentarse como nadie, por retratar una época y unos lugares de modo tan exacto como singular y atrayente, por los maravillosos diálogos (unas veces divertidos, otras veces inquietantes, otras cotidianos y realistas, otras entretenidos y didácticos, algunas para soltar una carcajada), por hacernos soñar con excepcionales sucesos y embarcarnos (nunca mejor dicho) en decenas de batallas, viajes, naufragios, conspiraciones, escaramuzas, persecuciones y traiciones; por amenizarnos las horas de lectura con interesantísimos y atractivos argumentos cuyas tramas adquieren cotas insuperables de intensidad, misterio, acción, suspense, comedia, violencia, drama, amores y desamores; por regalarnos un fabuloso fresco histórico para aprender todos y cada uno de los detalles de la vida del principios del XIX en todos los aspectos, ya sean sociales, políticos, militares, navales, etc...

Nadie como O´Brian para mostrarnos de forma fiel y realista el día a día en cualquier sitio, ya sea en el Londres decimonónico, ya sea en los apestosos muelles de Bombay o las intrigantes calles de La Valletta; ya sea un barco de Su Majestad el Rey Jorge de Inglaterra, para mostrarnos cómo los marinos tienen su mundo aparte cuando están en la mar, sus reglas, sus costumbres (inamovibles y sagradas para ellos) sus hábitos regidos por los cambios de guardia, regidos a su vez por las suaves y puntuales campanadas, que son para ellos como el tic-tac de los relojes que usamos nosotros, los de tierra adentro. En los navíos, el tiempo parece transcurrir de otra manera, ni más lento ni más rápido, porque la monotonía que reina en cualquier navío modifica la noción el tiempo de los hombres. Pero no es una rutina aburrida para ellos, porque siempre tienen algo que hacer, siempre hay trabajo constante.

La mayoría de marineros, y muchos que no son auténticos marinos, sólo se sienten cómodos cuando están en la mar, es su mundo cerrado, en el que están seguros (relativamente, porque siempre puede aparecer una fragata francesa de 74 cañones de 24 libras y mandarte al fondo del mar, o que venga una tempestad del diablo y enviarte a las antípodas como a un insecto) sólo ahí encuentran sentido a sus vidas, mientras que en tierra a menudo son pendencieros, libertinos, ingenuos, vulnerables; en la mar, sin embargo, están en una especie de paz consigo mismos y con la comunidad de la que forman parte, guiados siempre por esa monotonía, la de pegarse un madrugón del copón para limpiar la cubierta con lampazos, sacarle brillo a todo, bajar a desayunar, subir a la jarcia para hacer maniobras, desplegar velas, cazar escotas, cambiar la orientación de las vergas, cambiar el turno de guardias, oír el tambor que toca un infante de marina para llamar a almorzar carne de vaca salada con guisantes, galletas de barco y un poco de grog (ron aguado), luego seguir subiendo a la jarcia para quitar o aumentar velamen, hacer prácticas con los cañones, formar para el pase de revista mientras el primer oficial informa: “Todos limpios, sobrios y afeitados”, cenar, tocar un poco de música mientras cantan y bailan, acostarse, y unas cuantas horas después volver a empezar ese ciclo de labores y tareas propias de un marinero de primera.

¿Cómo es posible que, alrededor de algo tan aparentemente aburrido y repetitivo, O´Brian haya construido un armazón tan bien ensamblado y que, no sólo no aburra, sino que te enganche y te haga pensar, meditar, reflexionar...?

Pensar, meditar, reflexionar...también a eso se dedican los tripulantes y ocupantes de un barco, y el autor nos acerca siempre esas inquietudes, tan humanas y corrientes como los posibles conflictos, disputas y tensiones dentro de ese mundo cerrado y estricto de hombres rudos, supersticiosos, valientes; sencillos la mayoría, arrogantes y vanidosos algunos, patriotas todos.



Y, entre la rutina de los quehaceres diarios, aventuras y más aventuras; y batallas, persecuciones, intrigas de Estado y amenazantes espías bonapartistas; y piratas turcos y malayos, y potentes navíos españoles, y escaramuzas por mar y tierra, y amores y parrandas en cada puerto y ciudad, y duelos entre caballeros ingleses, y horas y horas tocando piezas de Bocherini o Bach en la gran cabina, y mucha ornitología, y viajes y descubrimientos científicos en selvas, desiertos, costas e islas sin un solo humano.

No sé si soy, de entre los lectores de la saga, el único que ve, en el universo de O´Brian, muchísimos rasgos del mundo fordiano. El grupo de hombres que ha de superar un conjunto de dificultades durante la historia que se narre, la unión, complicidad y camaradería que se forja entre ellos, la familia que para ellos constituye la tripulación, tanto como para el más inocente guardiamarina como para el más experimentado oficial; el humor y las escenas cómicas; la poética presencia siempre del paisaje, de la costa, de la campiña, de la montaña, del interminable e inabarcable océano; la capacidad para convertir en entrañables decenas de pasajes por su cotidianeidad y dotarlos a un tiempo casi de altura épica; la descripción clara y rica de la personalidad acentuada de los hombres sencillos y humildes, contrapuesta a los caracteres de los capitanes de alta sociedad, grandilocuentes y presuntuosos,o a hombres de tierra adentro viles e interesados, y nunca sin perder en tal empresa ni un ápice de la profundísima humanidad que rezuman las obras de ambos artistas irlandeses; conceptos, temas y obsesiones siempre presentes, latentes hasta casi sernos familiares y diarios, como la lealtad, la amistad, la épica de las pequeñas acciones, el honor, el respeto, el amor a la patria, la lucha desinteresada, el deber por encima de todo...

Todos son rasgos constantes en el universo de John Ford, uno de los más geniales artistas del siglo XX, que quiso hablarnos siempre de esas mismas preocupaciones. Seguro que algún día le dedicaré un rato también a Ford, pero, como ejemplo de lo que decía más arriba, en el cine fordiano, los soldados de la caballería de los Estados Unidos encuentran en la milicia un cobijo, una familia fiel, noble y amistosa; los soldados y sus mujeres, cuya casa es el fuerte de frontera que podamos ver, por ejemplo, en “La legión invencible”, forman un grupo compacto en el que la unidad de la institución familiar (como hogar en el que el hombre siempre se podrá sentir amado y protegido) constituye un eje principal. En las novelas de O´Brian, ese hogar en el que los soldados, en su caso marineros, encuentran cobijo y protección es el barco, sea cual sea, y la familia la forman entre todos, solidarios unos con otros, desde el contramaestre al carpintero, pasando por el cirujano o el condestable, compañeros de batallas, de juergas y penalidades.

Ambos artistas, por si fuera poco, siempre han apostado primordialmente por un deseo irrevocable: contar historias, contar historias humanas de forma sencilla para divertir y hacer pensar al espectador o lector. Eso, por encima de todo.
Además, en ambos mundos que pongo de relieve y comparo, siempre está latente el costumbrismo y el sentimiento irlandés, el amor que, tanto Ford como O´Brian, le tuvieron a la vieja Irlanda.
Porque, si algo distingue a los grandes y verdaderos artistas, es la posesión privilegiada y casi sagrada de un mundo, un universo propio, inimitable e instransferible.
Alguien, cualquier día, me llamará loco por esto que digo, pero, sinceramente, veo y siento muchas cosas, muchos conceptos tanto en la literatura de Patrick O´Brian como en el cine de John Ford.

Otro día, quizás, hable de la película que Peter Weir rodó en 2003, esa joya ignorada por muchos, despreciada por algunos, admirada por unos pocos.

Saludos, y si alguien quiere probar a leer alguna de las novelas, que me lo diga que yo se la dejo, no recomiendo empezar por la primera porque realmente da lo mismo, aunque si se empieza por la primera, mejor.

viernes, 30 de abril de 2010

"El último tren a Gun Hill" ( John Sturges, 1959)


Una tragedia del western.


Recuerdo con melancolía que cuando vi esta película del Oeste, adquirí definitivamente mi devoción por este bendito género. Desde entonces la repito cada vez que puedo y, al contrario que en otros casos, con la misma intriga y la misma emoción que aquella lejana primera vez.

La primordial virtud de esta fantástica obra reside en la gran tensión palpable durante tres cuartos de metraje (amén de un buen comienzo), provocada por dos aspectos principalmente: el portentoso pulso narrativo que le imprime la experta y artesanal batuta de John Sturges, uno de mis favoritos, injustamente poco recordado y a menudo infravalorado; y, en segundo lugar, el inolvidable duelo interpretativo, de primerísimo nivel, entre dos titanes de Hollywood: Kirk Douglas y Anthony Quinn, que ya habían actuado juntos pocos años antes en “Ulises” (Mario Camerini, 1954) y “El loco del pelo rojo” (Vincent Minnelli, 1956).

Dimitri Tiomkin ofrece una partitura, como siempre, de gran calidad, esta vez muy agitada y sumamente descriptiva, mientras que el director se apoya inteligentemente en la profesionalidad y la excelencia de esos dos grandes intérpretes y en una sencilla pero sutil fotografía para sacar adelante un guión trágico y bien construido: una india, esposa de un sheriff, es violada y asesinada por dos jóvenes, uno de los cuales es hijo de un terrateniente, casualmente viejo camarada del sheriff recientemente viudo. Éste, sediento, cuando menos, de justicia, parte en busca de los dos jóvenes insensatos. De ese modo, el sheriff tendrá que enfrentarse, sólo ayudado puntualmente, a su antiguo amigo y a un pueblo coaccionado por este último, una vez consigue apresar a su hijo, queriendo llegar hasta el final a cualquier precio, para vengar la muerte de su inocente esposa.


El guión saca a colación sentimientos como el amor, la venganza, la constancia, la desesperación, la valentía, el arrepentimiento, el rencor o el racismo; indaga de forma precisa en el dilema de los dos protagonistas, que se verán obligados a dejar de lado una vieja amistad; y en la psicología de ambos personajes, el uno, valeroso ante un entorno hostil y solo ante la adversidad, obcecado justificadamente en castigar a los asesinos; el otro, irremediablemente sacrificándolo todo por su hijo (aun conociendo su culpabilidad), resignado ante la ruptura de esa antigua amistad, y profundamente apenado por el cariz que toma el curso de los acontecimientos, pidiéndole perdón a su rival y amigo en un final lleno de amargura por no haber sabido educar mejor a su hijo. Dos hombres que deberán obedecer a un destino ineludiblemente violento y fatídico.



Lo verdaderamente destacable es la habilidad y el acierto con que Sturges, de forma natural y directa, nos conduce, ante la tensión acumulada y mediante un crescendo dramático impagable, hasta un clímax final de tragedia clásica, dejándonos uno de los westerns más conmovedores, intensos y memorables que cualquier amante del género haya podido ver.


Francisco Castillo, 30 de Abril de 2010.