sábado, 16 de noviembre de 2013

Der geist

La tarde lluviosa de Padua me sugiere algunas líneas sobre la espléndida clase de mi profesor de Storiografia, Aldredo Vignano. Nos hablaba de Friederich Meinecke, un historiador republicano, liberal, que recibió con los brazos abiertos la llegada de Weimar, seguidor de las tendencias historiográficas innovadoras de Herder. Meinecke vivió el advenimiento del nacional-socialismo. A pesar del contraste ideológico con las huestes de Hitler y Goebbels, continuó ejerciendo como profesor universitario, pero no en una pequeña universidad de provincias, sino en el mismísimo Berlín. La cuestión en clase consistió en analizar, repasar, entender qué papel juega el filósofo, el historiador, el ingeniero, el investigador, en definitiva, el intelectual, cuando se impone un régimen como el del III Reich. Qué ocurre en la mente del hombre de ciencia, de arte y cultura cuando triunfa el comunismo en la URSS o en Cuba, cuando se instaura el Movimiento Nacional con Franco, o durante Mussolini. ¿Se va, como hicieron Ernst Lubitsch, Billy Wilder, Einstein, Rafael Alberti...? ¿Se queda, mirando para otro lado, disimulando, como hicieron D´Annunzio, Shostakovich, Dámaso Alonso...? Una evocación que me es grata podría ser la del doctor Zhivago que Pasternak nos legó: hoy es oportuno su recuerdo.

Coetáneo a Meinecke fue el director de orquesta Wilhelm Furtwängler, uno de los más prestigiosos intérpretes de los clásicos en el tiempo que le tocó vivir en Alemania, aquel que vio el fin del sueño hegemónico de Bismark, la breve ilusión de Weimar, la sombra creciente y las pisadas ordenadas de las camisas pardas. Furtwängler decidió quedarse en Alemania, como Meinecke. Lo cierto es que Furtwängler debió tener una actividad frenética desde el 33 al 45, pues es muy sabida la afición de los líderes nazis por la gran música alemana y la promoción que de ésta se llevó a cabo. Bayreuth cogió una fuerza decisiva para su futuro, se multiplicaron las grabaciones de los grandes maestros, y las orquestas sinfónicas poblaron los carteles de los teatros y las salas. Huelga decir que Furtwängler no era un adepto del régimen, el cual fomentó orgullosamente al europeísta y, en un primer momento, bonapartista Beethoven, al Bruckner que algunos consideraron como un autor de provincias, y, cómo no, al inmortal Wagner, punta de lanza de la cultura teutona.


La tragedia humana, ecológica y material de la guerra finalizó con la rendición de abril. Poco antes, nos quedará la imagen poética, desgarradora, grandiosa, de algunos músicos alemanes, interpretando a los mentados, entre los edificios derruídos de Berlín y los montones de escombros, con los batallones rusos a cincuenta kilómetros. Tras la caída del Reich, llegó el proceso de “desnazificación”, con interrogatorios, juicios, indagaciones, sospechas, fusilamientos. A nuestro director Furtwängler también acudieron los vencedores para saber acerca de sus tendencias políticas y de su posible colaboracionismo. Entretanto, mientras el profesor Vignano nos narraba estos hechos en el Aula Magna del Palazzo Luzzato Dina, apenas nadie cogía apuntes. Todos queríamos comprender el conflicto interno que debió vivir Furtwängler, como Meinecke y tantos otros, para sobrevivir en aquel mundo enfermo y genocida que décadas antes había deslumbrado al mundo con el geist, el espíritu de una cultura que tomó las riendas científicas y filosóficas de Occidente. El pueblo germano de músicos y pensadores ahora se arrepentía, se apagaba, se horrorizaba ante los años de la infamia. No cabía sino una actitud estática, no activa, como de hecho Meinecke se cuestionó en “La catástrofe de una nación” (1944). Finalmente, hemos podido saber de las palabras que Furtwängler adujo ante los interrogatorios del proceso: “Yo dirigí a Brückner, a Mendelsohn, a Bach, a Beethoven. Yo transmití la gran cultura alemana. El nazismo ha sido un transeúnte, un suceso. Quedará el espíritu.”

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