Siempre me gustaron las historias de aquellos
personajes que viven anclados y marcados por su profesión, seres que llegan a
límites insospechados de sacrificio, arriesgando siempre lo más preciado que
tenemos en el mundo: la familia, el amor, la vida. El cine los ha tratado en
diversas ocasiones: lo vimos con Al Pacino en HEAT (Michael Mann) o en Serpico
(Sidney Lumet); también lo vimos con el zapador que nos presentó Katherine
Bigelow en The hurt locker, o con los soldados que John Ford dejase para
la posteridad en aquella maravillosa Trilogía de la Caballería, entre otros
muchos ejemplos. Hombres que, por encima de todo, se agarraban al deber.
Grupo 7 no es sólo el acercamiento a este
tipo de personajes. Tiene algunos aspectos temáticos más de atención que hacen
de ésta una cinta sólida, honesta, necesaria y completa: el recuerdo
atormentado y melancólico de un hermano fallecido, la redención de un hombre
lacónico, violento y amargado; la imposibilidad de salir del sombrío mundo de
las drogas y la marginalidad (encarnado a la perfección en dos personajes
femeninos: la Caoba y Lucía); la tragedia de los que tuvieron la mala fortuna
de nacer en unos barrios desamparados y conflictivos; el leve y frágil espacio,
en fin, que hay entre la eficacia y el salvajismo, entre la justicia y la
venganza, entre el compromiso y el odio.
Cuatro policías se mueven, día a día (en cada
redada, en cada asalto, en cada persecución, en cada tiroteo), entre esos
inestables e imprecisos lugares de su oficio, que los hacen dudar y sacar de sí
todo el mal que puede albergar un ser humano. Tales son las situaciones límites
que han de vivir en cada misión.
La gravedad de la situación (el centro de una
ciudad a las puertas de una Exposición Universal atestado de yonquis, camellos
y gentuza) hace que el denominado Grupo7 pueda (y deba) actuar con rapidez,
astucia y brutalidad. Los continuos excesos de estos cuatro policías, que traen
consigo los éxitos, alarman a ciertas instituciones y a los medios de
comunicación, poniendo en constantes aprietos a los responsables y superiores
del grupo policial. ¿El fin justifica los medios? ¿Se puede vulnerar la ley
para limpiar de heroína y de criminales una ciudad en cuatro años, cuando en
veinte años apenas se ha actuado? He ahí el resbaladizo terreno en el que han
de moverse estos personajes, acechados siempre por la infamia y la crueldad.
Grupo 7 cumple brillantemente con estas
constantes del cine policíaco, género que en España ha dado un paso gigantesco
con esta cinta y la formidable No habrá
paz para los malvados, de la que luego hablaré. Pero Alberto Rodríguez no
se conforma con presentarnos estas premisas del género; nadie ignora que todo
cine negro y policíaco ha de llevar aparejados a su conglomerado la venganza,
la ambigüedad, la violencia desmedida, el odio. Pero, sobre todo y más
importante, una disección de las contradicciones y motivaciones de los
personajes, una introspección en el lado humano de una historia que, cuando
olvida esta premisa, queda coja, insustancial, fría y artificiosa. No es el
caso. Así, el director pone en escena a un conjunto de figuras bien trazadas, a
las que dedica más o menos tiempo, pero sin caer nunca en el error de
desatenderlos o de hacerlos meros comparsas. Ellos son, claro está, Rafael
(Antonio de la Torre, contenido y fenomenal en el papel más complejo del
filme), Mateo (Joaquín Núñez con el perfil quizás más atractivo por su gracia y
espontaneidad andaluza), Ángel (Mario Casas, correcto pero cuyos tics siempre
detestaré), La Caoba (Estefanía de los Santos, grato descubrimiento) y Lucía
(L. Guerrero).
Grupo 7 es una película magníficamente
ambientada, de narración ágil y equilibrada, con unos diálogos reales,
reconocibles, coherentes (he aquí uno de los mayores triunfos del guión);
localizaciones perfectas para la historia; acción rodada con solvencia y dotada
de una espectacularidad en su justa medida (lo cual se agradece hoy en día);
situaciones creíbles y un marco muy bien recreado: sórdido, sucio, abandonado,
marginal, arrasado por el crimen y el olvido.
Alguien ha comparado No habrá paz para los
malvados con Grupo 7. No comparten intereses, pero pueden ir en la
misma línea cinematográfica. Creo que la segunda es ligeramente superior:
aunque es menos compleja en su trama, Grupo 7 alcanza mayor intensidad y
hondura en sus personajes. Sin desmerecer, por supuesto, a la magistral
composición de José Coronado en la cinta de Urbizu, cuyo policía Santos
Trinidad jamás olvidaré. Pero Grupo 7 es una película más coral, acaso
más completa en el conjunto de elementos; su realismo jamás cae en el abuso ni
en el efectismo. No será difícil que a algunos esta película les recuerde a Tropa
de élite.
Alberto Rodríguez sabe contenerse en todo
momento, en los bordes donde amenaza el riesgo de recrearse en la aparatosidad.
Me refiero, qué duda cabe, a ciertos fulanos de Hollywood, entre otros, tan
obsesionados con la pirotecnia y los efectos que terminan por marearnos.
Únicamente hay una escena en la que se peca de cierto barroquismo: Mario Casas
solo, en medio del patio de vecinos, pistola en mano y a grito pelado. Se lo
perdonaremos, máxime si la secuencia está estupendamente planificada: será que
no aguanto demasiado a ese tipo tan cachas y tan pétreo.
Una última referencia parece oportuna. Grupo 7
toma lo mejor de Gomorra (ésta parecía más un documental que otra cosa)
y lo lleva a un terreno más humano y dramático: situarse en la autenticidad de
las zonas marginales, en la sordidez de los barrios donde imperan las drogas y
las mafias, y darle a todo ese armazón exterior un contenido de personajes de
carne y hueso; hombres cercanos y contradictorios, sobrepasados por la gravedad
de su profesión, golpeados por el alcance de los sucesos y peligros a los que
han de enfrentarse cada día. Capaces de sacrificar una amistad o un matrimonio.
Hombres marcados por su deber.
Francisco Castillo,
Mayo de 2012.
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