sábado, 5 de mayo de 2012

El deber

Siempre me gustaron las historias de aquellos personajes que viven anclados y marcados por su profesión, seres que llegan a límites insospechados de sacrificio, arriesgando siempre lo más preciado que tenemos en el mundo: la familia, el amor, la vida. El cine los ha tratado en diversas ocasiones: lo vimos con Al Pacino en HEAT (Michael Mann) o en Serpico (Sidney Lumet); también lo vimos con el zapador que nos presentó Katherine Bigelow en The hurt locker, o con los soldados que John Ford dejase para la posteridad en aquella maravillosa Trilogía de la Caballería, entre otros muchos ejemplos. Hombres que, por encima de todo, se agarraban al deber.

Grupo 7 no es sólo el acercamiento a este tipo de personajes. Tiene algunos aspectos temáticos más de atención que hacen de ésta una cinta sólida, honesta, necesaria y completa: el recuerdo atormentado y melancólico de un hermano fallecido, la redención de un hombre lacónico, violento y amargado; la imposibilidad de salir del sombrío mundo de las drogas y la marginalidad (encarnado a la perfección en dos personajes femeninos: la Caoba y Lucía); la tragedia de los que tuvieron la mala fortuna de nacer en unos barrios desamparados y conflictivos; el leve y frágil espacio, en fin, que hay entre la eficacia y el salvajismo, entre la justicia y la venganza, entre el compromiso y el odio.
Cuatro policías se mueven, día a día (en cada redada, en cada asalto, en cada persecución, en cada tiroteo), entre esos inestables e imprecisos lugares de su oficio, que los hacen dudar y sacar de sí todo el mal que puede albergar un ser humano. Tales son las situaciones límites que han de vivir en cada misión. 


La gravedad de la situación (el centro de una ciudad a las puertas de una Exposición Universal atestado de yonquis, camellos y gentuza) hace que el denominado Grupo7 pueda (y deba) actuar con rapidez, astucia y brutalidad. Los continuos excesos de estos cuatro policías, que traen consigo los éxitos, alarman a ciertas instituciones y a los medios de comunicación, poniendo en constantes aprietos a los responsables y superiores del grupo policial. ¿El fin justifica los medios? ¿Se puede vulnerar la ley para limpiar de heroína y de criminales una ciudad en cuatro años, cuando en veinte años apenas se ha actuado? He ahí el resbaladizo terreno en el que han de moverse estos personajes, acechados siempre por la infamia y la crueldad.

Grupo 7 cumple brillantemente con estas constantes del cine policíaco, género que en España ha dado un paso gigantesco con esta cinta y la formidable No habrá paz para los malvados, de la que luego hablaré. Pero Alberto Rodríguez no se conforma con presentarnos estas premisas del género; nadie ignora que todo cine negro y policíaco ha de llevar aparejados a su conglomerado la venganza, la ambigüedad, la violencia desmedida, el odio. Pero, sobre todo y más importante, una disección de las contradicciones y motivaciones de los personajes, una introspección en el lado humano de una historia que, cuando olvida esta premisa, queda coja, insustancial, fría y artificiosa. No es el caso. Así, el director pone en escena a un conjunto de figuras bien trazadas, a las que dedica más o menos tiempo, pero sin caer nunca en el error de desatenderlos o de hacerlos meros comparsas. Ellos son, claro está, Rafael (Antonio de la Torre, contenido y fenomenal en el papel más complejo del filme), Mateo (Joaquín Núñez con el perfil quizás más atractivo por su gracia y espontaneidad andaluza), Ángel (Mario Casas, correcto pero cuyos tics siempre detestaré), La Caoba (Estefanía de los Santos, grato descubrimiento) y Lucía (L. Guerrero). 

Grupo 7 es una película magníficamente ambientada, de narración ágil y equilibrada, con unos diálogos reales, reconocibles, coherentes (he aquí uno de los mayores triunfos del guión); localizaciones perfectas para la historia; acción rodada con solvencia y dotada de una espectacularidad en su justa medida (lo cual se agradece hoy en día); situaciones creíbles y un marco muy bien recreado: sórdido, sucio, abandonado, marginal, arrasado por el crimen y el olvido.



Alguien ha comparado No habrá paz para los malvados con Grupo 7. No comparten intereses, pero pueden ir en la misma línea cinematográfica. Creo que la segunda es ligeramente superior: aunque es menos compleja en su trama, Grupo 7 alcanza mayor intensidad y hondura en sus personajes. Sin desmerecer, por supuesto, a la magistral composición de José Coronado en la cinta de Urbizu, cuyo policía Santos Trinidad jamás olvidaré. Pero Grupo 7 es una película más coral, acaso más completa en el conjunto de elementos; su realismo jamás cae en el abuso ni en el efectismo. No será difícil que a algunos esta película les recuerde a Tropa de élite

Alberto Rodríguez sabe contenerse en todo momento, en los bordes donde amenaza el riesgo de recrearse en la aparatosidad. Me refiero, qué duda cabe, a ciertos fulanos de Hollywood, entre otros, tan obsesionados con la pirotecnia y los efectos que terminan por marearnos. Únicamente hay una escena en la que se peca de cierto barroquismo: Mario Casas solo, en medio del patio de vecinos, pistola en mano y a grito pelado. Se lo perdonaremos, máxime si la secuencia está estupendamente planificada: será que no aguanto demasiado a ese tipo tan cachas y tan pétreo. 

Una última referencia parece oportuna. Grupo 7 toma lo mejor de Gomorra (ésta parecía más un documental que otra cosa) y lo lleva a un terreno más humano y dramático: situarse en la autenticidad de las zonas marginales, en la sordidez de los barrios donde imperan las drogas y las mafias, y darle a todo ese armazón exterior un contenido de personajes de carne y hueso; hombres cercanos y contradictorios, sobrepasados por la gravedad de su profesión, golpeados por el alcance de los sucesos y peligros a los que han de enfrentarse cada día. Capaces de sacrificar una amistad o un matrimonio. Hombres marcados por su deber.

 Francisco Castillo,
Mayo de 2012.





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