Hace unos días asistí a la celebración de un homenaje dedicado a Carlos Martín, profesor de Geografía e Historia y catedrático de instituto, que murió en el mes de julio de 2011. Carlos era un querido amigo de la familia, y a lo largo de quince años nos hemos reunido de vez en cuando para comer, para charlar, para beber vino. Su ausencia es dolorosa por varios motivos: se fue un hombre entrañable, sensato, apacible, culto, amable; dejó a una mujer y tres hijos; murió con tan solo 61 años.
A Carlos todos lo conocíamos por ser un bon vivant. Amaba los grandes y pequeños placeres: una tarde de lectura en su acogedora casa, un buen Rioja, la comida suculenta y abundante, ojear la prensa a media mañana con un café y unas tostadas, jugar al fútbol con sus amigos. Pero si algo caracterizaba a Carlos era su devoción por la música. He conocido en mi vida a dos o tres melómanos genuinos y sabios; él era uno de ellos. Su pasión por la música iba más allá del mero disfrute de los grandes maestros, pues estuvo más de veinticinco años en una coral modesta y limitada a la que elevó hasta cotas de gran calidad.
Una noche de julio, Carlos se encontraba en Granada con su mujer y unos amigos. Iba a un concierto que se celebraría en el Palacio de Carlos V. No es difícil pensar en la belleza del entorno; asistir a un concierto de música clásica en un palacio de proporciones y líneas tan perfectas, junto a los jardines, los patios y las fuentes de la Alhambra, debe ser algo indescriptible. Acaso el lugar y el momento en los que se reúne lo mejor del Occidente y del Islam.
Pero Carlos no llegó a experimentar tan hermosas sensaciones, pues un infarto le sobrevino cuando se sentaba en su butaca. Hay quien no valora tan fatídico suceso como casual; alguien me ha sugerido que Carlos estaba predestinado a morir en aquel marco de belleza incomparable, en su búsqueda del deleite ante la música.
Durante el acto de la otra tarde, se sucedieron las lecturas, los recuerdos, los honores y el rendido homenaje a alguien tan querido. Finalmente, los miembros de su coral cantaron varias piezas que a él le habían sido especialmente gratas. Fue entonces cuando la emoción invadió a todos los presentes. En mi caso, ocurrió durante la interpretación de La Golondrina, con la que no pude eludir las lágrimas ni evitar ciertos pensamientos que ahora plasmaré.
La Golondrina es una preciosa canción mexicana a la que siempre tuve un amor especial. Creo que data de mediados del siglo XIX, y existen diversas versiones. Mi veneración hacia esa canción está íntimamente unida a una veneración aún mayor por una película que significó para mí un antes y un después, Grupo Salvaje. Con esa canción, pasa por mi cabeza todo el Oeste americano y todo México. Con esa canción, veo nítidas ciertas imágenes y siento profundamente la poética del western, de la frontera.
Sam Peckinpah dejó para la posteridad uno de los pasajes más conmovedores que he visto, y para ello contó con ese tema ya aludido. A mitad de metraje, los personajes principales de Grupo Salvaje se detenían en un poblado mexicano, huyendo de los perseguidores que los buscaban por el atraco a un banco. Siempre permanecerá en mis retinas la forma en que Peckinpah rodó la partida de estos hombres que veían cómo su mundo se acababa; seres desolados, violentos, marginales, lacónicos, sin futuro, sin hogar, crepusculares.
Nunca se me olvidará el rostro cansado y agradecido de William Holden, ni el duro semblante de Ernest Borgnine, ni el del fordiano Ben Johnson. Pero tampoco caerán en el olvido los rostros anónimos de los humildes mexicanos del poblado, lugareños azotados por la pobreza, el abandono y la guerra. Secuencia antológica que nos deja algunos fotogramas llenos de poesía y tristeza: un anciano que levanta la mano y dirige su misteriosa mirada hacia William Holden, que le responde cortésmente; una mujer que se acerca a Ernest Borgnine y le regala una flor, ante la mirada de éste reflejando el absurdo de muchas cosas, cuando lo deseable sería no marchar; Warren Oates recibiendo un sombrero mexicano de manos de una bella muchacha; Jaime Sánchez cabalgando, que ya jamás le podrá dar a su madre esos besos de la despedida, sin saber que está ante la última vez que la ve mientras coge el exiguo paquete para el camino.
La cámara, entretanto, en un ejemplar travelling, se fija con respeto en unos aldeanos míseros y desamparados, en unos niños con miradas perdidas, que flanquean el camino por el que montan los forasteros, bajo la sombra de los árboles venerables. Y al compás de tan imborrables imágenes, La Golondrina:
A donde irá veloz y fatigada
la golondrina que de aquí se va.
No tiene cielo, te mira angustiada sin
paz ni abrigo que la vio partir
Junto a mi pecho
hallará su nido
en donde pueda
la estación pasar.
También yo estoy
en la región perdida
¡Oh cielo santo!
y sin poder volar.
Aquella tarde, cuando oí la canción interpretada por los miembros de la coral, vi de forma nítida la secuencia de Peckinpah, y también vi los desiertos de Colorado, de Sonora, de Texas, de Arizona; vi Chihuahua, El Paso, Tucson y un pueblucho de casas de adobe; también vi Río Grande, El Zurdo, Los profesionales, Pat Garrett & Billy the Kid, Veracruz, Juntos hasta la muerte, Mayor Dundee, Los siete magníficos, Pasión de los fuertes, El último atardecer, y tantas otras. Vi el romanticismo de los forajidos y los pistoleros y de la Revolución; vi el lirismo del crepúsculo y de la frontera.
Esto que escribo no es más que una minucia, un homenaje, un recuerdo. Valga para sentir una vieja canción, el Oeste y México; valga para sentir a mi amigo Carlos. Acaso él esté ahora en esa región perdida.
Francisco Castillo,
Febrero de 2012
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