La tarde lluviosa de Padua me sugiere algunas líneas sobre la espléndida clase de mi profesor de Storiografia, Aldredo
Vignano. Nos hablaba de Friederich Meinecke, un historiador republicano,
liberal, que recibió con los brazos abiertos la llegada de Weimar, seguidor de las
tendencias historiográficas innovadoras de Herder. Meinecke vivió el advenimiento del nacional-socialismo. A pesar del contraste ideológico
con las huestes de Hitler y Goebbels, continuó ejerciendo como profesor universitario, pero no en una pequeña universidad de
provincias, sino en el mismísimo Berlín. La cuestión en clase
consistió en analizar, repasar, entender qué papel juega el
filósofo, el historiador, el ingeniero, el investigador, en
definitiva, el intelectual, cuando se impone un régimen como el del III
Reich. Qué ocurre en la mente del hombre de ciencia, de arte y
cultura cuando triunfa el comunismo en la URSS o en Cuba, cuando se
instaura el Movimiento Nacional con Franco, o durante Mussolini. ¿Se
va, como hicieron Ernst Lubitsch, Billy Wilder, Einstein, Rafael
Alberti...? ¿Se queda, mirando para otro lado, disimulando, como
hicieron D´Annunzio, Shostakovich, Dámaso Alonso...? Una evocación
que me es grata podría ser la del doctor Zhivago que Pasternak nos
legó: hoy es oportuno su recuerdo.
Coetáneo
a Meinecke fue el director de orquesta Wilhelm Furtwängler, uno de
los más prestigiosos intérpretes de los clásicos en el tiempo que
le tocó vivir en Alemania, aquel que vio el fin del sueño
hegemónico de Bismark, la breve ilusión de Weimar, la sombra
creciente y las pisadas ordenadas de las camisas pardas. Furtwängler
decidió quedarse en Alemania, como Meinecke. Lo cierto es que Furtwängler debió tener una actividad frenética desde el 33 al 45, pues
es muy sabida la afición de los líderes nazis por la gran música
alemana y la promoción que de ésta se llevó a cabo. Bayreuth cogió
una fuerza decisiva para su futuro, se multiplicaron las grabaciones
de los grandes maestros, y las orquestas sinfónicas poblaron los
carteles de los teatros y las salas. Huelga decir que Furtwängler
no era un adepto del régimen, el cual fomentó orgullosamente al
europeísta y, en un primer momento, bonapartista Beethoven, al
Bruckner que algunos consideraron como un autor de provincias, y,
cómo no, al inmortal Wagner, punta de lanza de la cultura teutona.
La
tragedia humana, ecológica y material de la guerra finalizó con la
rendición de abril. Poco antes, nos quedará la imagen poética,
desgarradora, grandiosa, de algunos músicos alemanes, interpretando a
los mentados, entre los edificios derruídos de Berlín y los montones
de escombros, con los batallones rusos a cincuenta kilómetros. Tras
la caída del Reich, llegó el proceso de “desnazificación”, con
interrogatorios, juicios, indagaciones, sospechas, fusilamientos. A
nuestro director Furtwängler también acudieron los vencedores para
saber acerca de sus tendencias políticas y de su posible
colaboracionismo. Entretanto, mientras el profesor Vignano nos
narraba estos hechos en el Aula Magna del Palazzo Luzzato Dina,
apenas nadie cogía apuntes. Todos queríamos comprender el conflicto
interno que debió vivir Furtwängler, como Meinecke y tantos otros,
para sobrevivir en aquel mundo enfermo y genocida que décadas antes
había deslumbrado al mundo con el geist,
el espíritu de una cultura que tomó las riendas científicas y
filosóficas de Occidente. El pueblo germano de músicos y pensadores
ahora se arrepentía, se apagaba, se horrorizaba ante los años de la
infamia. No cabía sino una actitud estática, no activa, como
de hecho Meinecke se cuestionó en “La catástrofe de una nación”
(1944). Finalmente, hemos podido saber de las palabras que
Furtwängler adujo ante los interrogatorios del proceso: “Yo dirigí
a Brückner, a Mendelsohn, a Bach, a Beethoven. Yo transmití la gran
cultura alemana. El nazismo ha sido un transeúnte, un suceso.
Quedará el espíritu.”