No demasiado lejos de la gran urbe, se hallaba una aldea en la que habitaba un hombre cultivado, huraño y solitario. Poseía una copiosa biblioteca, espléndidas pinturas y no pocos instrumentos de ciencia. Vivía aislado y desde hacía tiempo se había encerrado en sí mismo, en sus volúmenes y sus estudios. No solía salir sin que fuera estrictamente necesario, y hacía tiempo que había renegado de los de su raza, acaso del mundo.
Observaba escéptico y racional cómo los humanos, a lo largo de los siglos, habían construido a sus dioses y divinidades espléndidas cúpulas, portadas simétricas y complejas, minaretes, vastos patios, hipogeos, campanarios, altos muros, claustros íntimos, techumbres imposibles, criptas, arduos pasadizos, obeliscos, naves profundas, columnatas y graderíos. Durante años todo había ido cambiando pero permanecieron las esencias, y nadie sabía cuándo los ancestros de los ancestros se habían entregado a rezos, cánticos, supersticiones, mitologías, esperanzas vanas, temores, cosmogonías, inamovibles convicciones, dudas y oraciones.
Llegaron a tener sus iguales diversas y dispares costumbres a lo largo de todo el orbe: desde tiempos inmemoriales asistieron a ritos, celebraciones, bailes, procesiones, liturgias, conmemoraciones más o menos inventadas, solemnes o festivos desfiles, tauromaquias, cultos ceremoniales y sacrificios. Y aquel individuo despreciaba las danzas o las rústicas músicas de la tierra, así como el habla ruda o las vulgares vestimentas. Desoyó siempre los cuentos y las leyendas del lugar que los ancianos venerables se complacían en narrar, y nunca asistió a los actos colectivos vinculados a la tradición.
Un día, en las inmediaciones de su jardín cercano al bosque, vio una brecha que se abría semioculta entre un enorme roble y la piedra desnuda de la montaña; penetró en la oscuridad con la curiosidad de un niño, y prosiguió hasta alcanzar las entrañas de la húmeda gruta, desde donde se desprendía una débil claridad. Avanzó por el angosto paraje hasta acceder a un salón inmenso y totalmente iluminado por una luz blanquecina, la más brillante y diáfana que él hubiera contemplado jamás. Atravesó interminables galerías, patios que se prolongaban extensamente y tortuosas escaleras. El silencio que allí reinaba era absoluto, y aquella enormidad parecía haber sido labrada en el mejor mármol. La belleza de los espacios no tenía parangón a nada de lo que él hubiese visto antes, mas pronto se tornó aquella eterna perfección en algo insustancial y monótono, sin duda carente de vida. Así, impresionado por el prodigio pero acosado por el hastío y la desilusión, pronto deseó regresar al mundo de los pueblos, de los templos, de los ríos benefactores, de los desiertos limpios, de las frondosas selvas y de los mares. Al mundo de las ciudades y los hombres.
Francisco Castillo.
Benalauría, Agosto de 2011.
Buenos días.
ResponderEliminarBuscando por internet he dado con tu blog y me parece muy interesante.
Aprovecho, con tu permiso, para hacerme seguidor.
Un saludo y muy buen fin de semana.
Gracias, eres bienvenido al blog. Saludos.
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