Cuando
salía de mi casa hacia el aeropuerto de Málaga, acompañado de mis
padres, mi corazón parecía estar encogido, expectante, ante lo que
me esperaba, que yo no podía prever en modo alguno. Porque los
hombres, ya se sabe, se sienten amenazados e intranquilos ante lo
desconocido. El futuro, según los indicios, parecía halagüeño: en
Padua me esperaban unos amigos (Margheritta y Giuseppe) que pueden
presumir de una amabilidad y una generosidad infinitas; finalmente,
un compañero de clase, Alejandro, venía y viviría conmigo; a la
ciudad iban llegando una cantidad de erasmus por encima de lo normal
en otras ciudades europeas. Y, sin embargo, era la primera vez que
salía de mi hogar, de mi ámbito, para tanto tiempo, con tan sólo
una maleta y, debo confesarlo, un mínimo deseo oculto de permanecer
en casa, en la comodidad, en la seguridad. Somos débiles cuando se
trata de arriesgar, de lanzarse al vacío. Pero sólo así es posible
conocer al mundo y al género humano.
La
noche la tuvimos que pasar en el aeropuerto de Bolonia, y allí
permanecimos con otras dos alegres cordobesas a las que luego se
unieron un grupito de gaditanos que se dirigían hacia Siena. Y así
fue imposible dormir, porque en ningún momento se paró de hablar,
de mil cosas diversas, hasta que amaneció y todos (algunos ya
afónicos, como un servidor) partieron hacia sus respectivos
destinos. Me quedó clara una cosa: mis sensaciones de incertidumbre
eran las mismas en los estudiantes que fui conociendo durante aquella
noche, pero a todos nos invadía una enorme ilusión, ese afán de
comerse el mundo que se tiene en la veintena, y que se apaga en los
otoños de la madurez.
El
viaje, agotador, terminó por fin en la estación ferroviaria de
Padua, donde Margheritta del Giudice nos esperaba con su sonrisa y su
español perfecto. Mis temores, sin embargo, se confirmaron en cierta
medida al llegar al apartamento que teníamos apalabrado. El
propietario, Giorgio Polin, era un hombre brusco, serio, sin apenas
educación, chapucero y demasiado tacaño para lo que podíamos
soportar ese día de tanto cansancio. Su lamentable bienvenida fue
sólo el preámbulo de nuestro disgusto al observar el piso, que no
se había preocupado de limpiar ni de adecentar. Pensamos que todo se
podría solventar con algunos arreglos y con mucha limpieza. Por lo
demás, se trataba de una casa vieja, sin salón, pequeña y oscura,
aunque las habitaciones eran enormes y el condominio presentaba una
buena apariencia. Nadie se sorprenda del por qué de mi elección
ante semejante panorama: yo tan solo me había guiado por la
ubicación, que era excelente, como así pudimos comprobar en los
días sucesivos, y esto acaso pueda compensar el nivel medio del
apartamento. Nos situamos junto al río, dentro de la antigua muralla
medieval, en una Via Savonarola que está recorrida de este a oeste
por soportales, fachadas pintadas de colores ocres y rojizos (al más
puro y encantador estilo italiano) y algunas casas nobles y antiguas.
Pronto
me lancé, más que a conocer la ciudad, a tomar contacto con la
gente. Así, fui conociendo, día tras día, a todos los extranjeros
e italianos que se iban cruzando por mi camino, a lo largo de
fiestas, reuniones, pasillos, bares y discotecas. A Padua le tomé el
pulso enseguida, pues es ciudad que está hecha a mi medida, y en
pocas jornadas me sabía la ciudad de cabo a rabo, sin necesidad de
mapas ni preguntas a lugareños. La orientación no debe costar
demasiado al visitante, que sólo debe ubicar algunos ejes (el río,
los puentes, Corso Milano, via Dante, le Piazze
del centro, Via Roma, la Basílica, Prato della Valle, Via Altinate,
Corso del Popolo...) para moverse con soltura y facilidad. Padua bien
podría ser comparada con Córdoba, no sólo por su tamaño y su
inabarcable patrimonio histórico-artístico, sino también por su
vida cotidiana, que no se concibe sin su centro neurálgico, el cual
ya en siglos medievales se convertiría en núcleo económico y
civil.
Toda
la actividad social, los mercados, los bancos, los centros
culturales, las sedes universitarias, se hallan en el más estricto
centro de la ciudad. Padua es una ciudad definitivamente cómoda por
eso mismo: por su configuración que permite tenerlo todo cerca, sin
necesidades de autobuses ni taxis ni coches. Aun así, una de sus
bellezas (secretas y visibles a un tiempo) tal vez pueda residir en
la sana costumbre de la bicicleta, de la que nadie se plantea carecer
para el paseo de los domingos, para ir al trabajo, a la universidad,
a las compras, etc. Habiendo ya conocido Vicenza y Verona, ciudades
vénetas por excelencia, me ha sorprendido descubrir el mínimo
porcentaje de uso de la bicicleta que se practica en dichos lugares,
siempre tomando como referencia a Padua, verdadero reguero del
tráfico de bicis por cualquiera de sus vías.
En
la Facultad de Letras y Filosofía se respira el mismo ambiente que
en cualquiera del mundo donde se impartan sus viejas materias, pero
he observado un mayor nivel en el alumnado italiano que en el
español. Aquí, el estudiante se afana en participar en clase con
total respeto y libertad, cuestionando y aportando, en contraposición
al mediocre papel del alumno universitario español, que, si jugamos
a la generalización, sólo persigue el aprobado y el mínimo
entresijo de circunstancias para evitar la asistencia a clase. Una
huelga, un adelanto de las vacaciones, más días para el estudio, un
puente convertido en acueducto, una pereza mañanera, una clase
aislada entre las largas horas de la jornada...cualquier excusa puede
servir para no pisar la Facultad, que debe ser la mayor razón de
pertenecer al mundo universitario, por encima de horas de estudio y
de exámenes: el centro científico y cultural donde el alumno debe
compartir, interactuar y convivir con el docente y con el compañero
de banca. Y así sucede en Padua, según percibo, que fundó su
universidad en 1223 y que, desde entonces, se ha convertido en la más
prestigiosa y ansiada ciudad para los estudios superiores junto con
Bolonia. La tradición no es engañosa: las facultades, los
rectorados y los decanatos se sitúan en edificios históricos y
magnificentes; aún no he escuchado una mediocridad proferida por
algún profesor; la organización burocrática es eficaz y los
eventos culturales o formativos, constantes. Realmente, la ciudad
gira en torno a la Università.
A menudo conozco a estudiantes que vienen de lejos con el firme
objetivo de terminar aquí su laurea:
una chica de Verona, un muchacho de Sicilia, un vecino de Parma,
alguna compañera de Venezia. Psicología, cardiología y todas las
Humanidades son las joyas de la corona, aunque es abrumador el número
de matriculados que puede haber en las ingenierías y la Farmacia.
En
cuanto a mi carrera, se halla repartida en tres sedes diferentes,
todas ellas palacios renacentistas que hacen de la asistencia diaria
un verdadero goce: aprender la historiografía de Paolo Sarpi, los
cimientos del Tabularium
romano, los viajes de Marco Polo o los postulados de Passolini entre
los muros gastados y los patios grises del palazzo Maldura, del
Liviano y del Vescovado. Todo ello compensa con creces las eventuales
preocupaciones que puedan llegar de lo que supone vivir durante
tantos meses tan lejos de casa, ya que la vida universitaria, la
intensa e inagotable vida social estudiantil, nos mantiene
diariamente ocupados o frecuentando los bares y las fiestas que son
el alma de las tardes y las noches de Padua. Entretanto, tantas y
tantas personas que conocer y con las que compartir experiencias. Yo
no puedo encontrar palabras para expresar la belleza que se halla en
un cruce de caminos donde coincidan gentes de tantas partes de
España, de Europa, del mundo. Un intercambio constante de ideas, de
opiniones, de idiomas, acentos, costumbres, culturas. Tanta gente
encantadora, animosa, inquieta, amable, que bien pueda ser mi amigo
guipuzcoano Ramón, la mallorquina historiadora del arte, el
asturiano cínico y culé, las valencianas incansables, el catalán
filósofo, la croata de la sonrisa eterna, el canario bonachón, mi
compañero Alejandro, la agradable vitoriana Ioar, los vecinos
italianos siempre solícitos y dispuestos al jolgorio, el murciano
tranquilo, y por encima de todos, Miguel y Carla, unos gallegos que
son dos personas absolutamente maravillosas.
La
ciudad no seré yo el que la descubra para revelar al lector sus
encantos, pero basten algunas líneas apresuradas para describir
ciertos rincones felices de su trazado. La muralla medieval, que a su
vez fue la romana de Patavium, articula un casco urbano repleto de
callejuelas irregulares y salpicadas de plazuelas o jardines. El
perímetro que acoge al laberinto no es casual: el río Piovego
condiciona la disposición planimétrica, y los diversos puentes
conectan el abigarrado centro neurálgico con las zonas residenciales
y los ensanches. La rivera del fiume
ofrece continuos cuadros pintorescos en cada recodo, saluda a la
magnífica Porta
Portello que
levantaran en tiempos de Tito Livio, y la luz de los escasos días
soleados resalta las explosiones cromáticas del otoño véneto, que
hace caer las hojas doradas de los olmos y los robles como si fueran
luciérnagas resplandecientes y lejanas.
Las
vías populosas y llenas de comercios no serían comprensibles sin el
pavimento adoquinado ni sus flancos porticados, que a menudo se
sostienen con viejas columnas del Cinquecento.
El noble palacio del mercader o la amplia casa trecentesca
del burgués sólo son el preludio de la majestuosidad del Palazzo
della Guardia,
con su escalinata marmórea (que bien pudo ser escenario de la muerte
de Mercuccio) y sus orgullosos arcos equilibrados que miran hacia el
león veneciano, esbelto en su columna y colocado frente al emblema
de la piazza dei Signori,
el Orologio mecánico
y preciso que marca los segundos y los días y los signos de la
ciudad. Más allá, una vuelta al pasado glorioso de la república
mercantil cuando levantamos la vista hacia el robusto palazzo
della Ragione, verdadero núcleo
comercial y económico que una vez fuese sede del poder civil y
judicial de Padova, ansiado enclave para la Serenísima que la hizo
claudicar. Lo escoltan sendas plazas simétricas, Erbe
y Delle Frutte,
dominadas por la torre de los Carrarese, bajo la cual el pórtico
repleto de delicias, los olores de la porchetta
y las voces de los orientales que traen sus mercaderías sólo nos
pueden recordar a siglos pretéritos. El anexo edificio del Comune
antecede al formidable Palazzo del Bo,
que recibe su nombre del dialecto véneto que se refería a los
bueyes que introducían en su interior; hoy es centro institucional
de la Universidad y presume de su patio central, que es un entramado
armonioso de líneas heredadas de Grecia y Roma, y de su Aula Magna,
que es un juego de espejos y techos esplendorosos. Un poco más
arriba están los paisajes atemporales y las figuras sufrientes de
Giotto, que cubren los techos celestiales de la Capella
Scrovegni. Y vía San Francesco
y vía Zabarella exhiben altivas sus balcones de aristócratas y sus
altanas de piedra. Al sur, la Basílica del Santo, con su ladrillo
rojo y austero y sus arcos ciegos en la fachada, tan altos que ni
siquiera se alcanza a admirar las aún más altas cúpulas y
campaniles de su cielo de palomas. Observamos también a un
condotiero que cabalga como el emperador Marco Aurelio del Capitolio,
pues al pie de la iglesia se alza el mercenario Gattamelata
de Donatello. Desde allí, apenas un respiro hasta llegar al Prato
della Valle, que nos abre su
inmensidad elíptica entre reflejos de agua serena y estatuas de
académicos y prohombres. Y al oeste, en el confín del río, el
curso interminable bordea la Torlunga
de la antigua fortaleza, que luego frecuentaron astrónomos y sabios
para observar los cuerpos de Galileo, conformando un rincón bucólico
sólo digno de figurar en algún boceto de los románticos.
Esta
crónica sólo ha querido contar algunas andanzas y perplejidades. En
el horizonte aún quedan vivencias, lugares, personas.
Salve,
Padova, que recibes al peregrino de Antonio y al estudiante alegre.
Gracias por este primer mes de ensueño.